-No sé qué
le diría igual, si me la encontrara…-
dije, en un tono un poco ofensivo. Ahora me arrepiento de ello. Él ni parpadeó,
ya me conocía, ya sabía que iba a reaccionar así. Y eso era algo que me
enfermaba, me hacía querer seguir hiriéndolo. Pero no, él era inmutable,
impasible ante todo.
Siguió haciendo
las preparaciones mientras yo observaba desde mi posición. Quieta, sin moverme,
como se me había dicho. Ya me estaba molestando la espalda, estar así de rígida
era muy incómodo. Por eso lo apuré. -¿Ya estás terminando?-, le pregunté, en el
mismo tono de antes. No me respondió. Eso me irritó un poco, y justo cuando iba
a responder de una forma peor -Listo. Ya
te podés ir.-, concluyó. Una ola de nervios se deslizó por la boca de mi estómago
y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era la hora.
-¿Lista?-
me preguntó. Asentí con un gesto de inquietud. Cerré los ojos. Sentí cómo mis
células se descomponían en partículas y mi cuerpo se disgregaba para
convertirse en nada.
O tal vez
no, a lo mejor fue simplemente mi imaginación. Ahora que tengo tiempo para
razonarlo, no creo que sentir algo, cualquier cosa en ese momento fuera
posible. Quiero decir que mis neuronas no eran neuronas sino átomos, no podrían
transmitir nada a mi cerebro, que tampoco era, no era nada.
Desperté,
como de un sueño. Mis sentidos tardaron en acomodarse, sentía un sonido agudo
en mis oídos y el piso giraba. Un piso, si, un piso. El piso rojo. Entonces reconocí
adonde estaba. En defecto, ese era mi
piso. Quedé anonadada, el incompetente ese lo había logrado. No pude evitar
sonreír como respuesta a su recuerdo, aunque sacudí mi cabeza bruscamente
cuando me encontré haciendo lo que estaba haciendo. No importa. Lo que siguió
fue que me di cuenta de que no tenía ninguna excusa para encontrarme ahí.
Me reincorporé
lentamente y agudicé, o al menos intenté, el oído. Quería saber si estaba sola.
No escuché nada. Sabía a qué venía, pero mi curiosidad siempre me ganó, la nostalgia
me invadió. Me moví despacio y con precaución. Recorrí recordando muchos
momentos vividos y no fui capaz de contener un par de lágrimas. “Tenemos un trabajo que hacer”, me dije a
mí misma, tratando inútilmente de hacer que todas esas emociones
desaparecieran. Entré a la habitación más grande, mi habitación. Mi susto fue inmenso al descubrir que al frente a la
derecha había un bulto debajo del edredón que respiraba. En todo mi desconcierto
no había atinado a reconocer que era de noche, todos dormían.
Yo respiraba
agitadamente, como respuesta biológica a mi reciente sobresalto. Recordé, con gusto,
que nunca nadie ni nada había podido despertarme, dormía “como un tronco” o así
me habían contado tantas veces.
Recordé mi
propósito y me afligí. “Encontrala,
encontrate a vos y…” esas palabras resonaban en mi mente. Mi misión. Pero no,
no quería que fuera así, y yo podía decidir sobre mi propia vida, o al menos
eso pensaba. Pero nada importaba entonces.
Miré por
arriba de mi hombro, atrás a la derecha y vi, por última vez, un bulto que
respiraba debajo del edredón con una nota a su lado, volví a reconocer la
enorme araña colgando del techo, y desaparecí.
“Encontrate”
me habían dicho. No, las partículas que hace tiempo me formaron ya no existen,
nada de lo que fui es parte de lo que soy ahora. Aunque ni yo me lo creo.
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