Necesito lavarme el sabor de tu boca.
Esos gestos que escondemos atrás de columnas y guardamos solo para nosotros.
No soy para nadie. Ni siquiera para mí.
Estaba parada en el pasillo de paredes blancas con tres
escalones azules mirando desde lejos el espejo que reflejaba mi mitad envejecida.
Solo choqué contra la pared apoyando con brusquedad mi hombro derecho y contuve
una lágrima. Me las pude arreglar para llegar al marco de la puerta del baño,
me senté abajo y lloré. Lloré por todo lo que callé y por todo lo que
dije. Lloré por el mal que causé a otros y por el que me hicieron a mí y no
tuve coraje de sufrir. Lloré por el pasado, por el futuro y por ahora; por
tener una personalidad incompleta y que odio. Lloré. Lloré sin consuelo, sin
punto final. Lloré por todo hasta que gasté las lágrimas que tenía en reserva y
nunca usé.
Y justo cuando creía que no me quedaban motivos ni lágrimas,
empecé de nuevo.
Una fría brisa de invierno rozó su mejilla desnuda mientras
cruzaba la calle. Miró con ojos vacíos de emoción una camioneta vieja y un
hombre de campera celeste. Y se sintió conectada con todo.
Tengo demasiado aire en la boca. Tal vez por eso las
palabras me salen vacías.