Si me desperté por hambre o frío esta mañana, no lo sé. Lo que
sí sé es que caminé en un estado de somnolencia inaudita hasta arriba para
descubrir algo que me sorprendió. Al salir, tuve que acostumbrarme a una luz
enceguecedora que lastimó mis pupilas. Descubrí que las calles estaban
completamente vacías. Fue entonces cuando me percaté de la delicadeza del
asunto: tenía hambre, y si no encontraba a alguien rápido para poder conversar
y satisfacer esa necesidad tan primordial, comenzaría, como consecuencia, un
desgaste de mi cuerpo. Éste comenzaría en la última capa de mi ser carcomiendo
capa tras capa hasta llegar al núcleo en cuestión de un par de horas.
Vagué por la ciudad por una cantidad de tiempo que me es
difícil definir, sin lograr mi cometido, hasta que caí bajo la sombra de un
enorme árbol. Con cualquier tipo de esperanza ya tristemente abandonada, decidí
plasmar en papel este hecho que logró cambiar el corto tiempo restante de mi
vida.
Al yacer aquí, bajo este robusto árbol, el pensamiento que
ocupa mi mente, no es de amor, odio o tal vez intriga de saber cuál ha sido el
destino de mis compañeros de vida, sino que pienso que morir de soledad es lo
más terrible que puede pasar a cualquier ser sobre este universo.